El archivo real

Desde su creación en 1188, el monasterio sanjuanista de Santa María de Sigena tuvo un vínculo muy estrecho con la casa real de Aragón. Su fundadora fue la reina Sancha de Castilla (1174-1196), casada con el monarca aragonés Alfonso II, su hijo el rey Pedro II (1196-1213) lo escogió como lugar de descanso eterno y Jaime I (1213-1276) le encomendó la custodia de uno de los tesoros más preciados de la monarquía: el archivo real.

Durante el siglo XIII, los documentos de la monarquía se repartían por varias instituciones eclesiásticas de la Corona de Aragón: la casa de San Juan de Jerusalén de Barcelona, la encomienda del Temple de Zaragoza, el monasterio de San Juan de la Peña… pero, sin lugar a dudas, uno de los depósitos más importantes fue el de Santa María de Sigena. Allí se conservaron, entre otros documentos, las escrituras relativas a la diplomacia con Navarra y Castilla, las disposiciones testamentarias de Jaime I o los documentos que afectaban al reino de Aragón.

Las prioras de Sigena custodiaron el archivo con especial celo. Únicamente permitían consultar, copiar o extraer los documentos si el rey se lo ordenaba expresamente y hacían anotar en un Registro las escrituras que entraban o salían del fondo. Lo mismo sucedía con otros símbolos del poder real, como la corona y las insignias reales, que también se conservaban en el monasterio. Pero, junto a los reyes, nobles y población de los alrededores dejaron en manos de las religiosas la custodia de testamentos, documentos contractuales y otros de similar importancia. 

Esta relevancia se mantuvo durante más de un siglo hasta que Jaime II (1291-1327) emprendió una política de centralización de todos los documentos de la monarquía en un único lugar: el actual Archivo de la Corona de Aragón. En 1308 mandó a las monjas de Sigena que enviasen a Barcelona todas las escrituras regias y, si bien el cenobio perdió su papel en la custodia de la documentación real, su archivo monástico mantuvo su relevancia. 

BIBLIOGRAFÍA